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Domingo primavera en ZGZ

Juan Leyva, 2015, Sevilla, España

Estuve ayer por la mañana en el Parque Grande de Zaragoza, ya sabes, ese oasis que a
alguien se le ocurrió poner en medio de la luna.
Llegué con mi bicicleta de montaña, que se va haciendo mayor. De vez en cuando le
hago un trasplante de cadena, de radios, de horquilla, y sigue rodando, haciendo que flote sobre su sillín.
 El sol tomaba posesión de los cuerpos, les empezaba a avisar de su invasión.
Pedí agua con gas y aceitunas rellenas, rellenas de algo misterioso.
 La camarera madura, escueta y alegre, calzada sobre unas zapatillas Saucony, marca especializada, me sonrió
mientras volaba de mesa en mesa, haciendo y deshaciendo nidos con la vajilla.
 Llegaban oficinistas, familias con los suegros y niños en carritos.
Parejas semidesnudas con los brazos blancos, se contaban lo que quizás no iba a ocurrir jamás.
Llegaban personas con dificultades para andar, se sentaban a la sombra de un toldo
de cerveza Ambar, un domingo por la mañana, cuando todavía hay tiempo.

Miraba mi bicicleta, apoyada sobre un árbol, y le hablaba. Admiraba su resistencia, su estructura de aluminio,
su manera de deslizarse sobre la piel de la tierra.

Había una gran jaula que contenía pájaros indescifrables. Hablaban de sus cosas y de repente se organizaba
un gran alboroto, una discusión violenta.
Estaban presos, pagando alguna causa con la justicia, mientras las familias tomaban cañas y patatas fritas.

De vez en cuando planeaba algún pájaro del exterior para tener un vis a vis.
Hacía de enlace entre los presos alados y sus familiares.
Preguntaban por cómo iban sus procesos, si habían admitido el recurso a trámite.
El pájaro del exterior les pasaba una miga de pan con una lima dentro.

El propietario de la terraza limpiaba mesas con un trapo peligroso, dejando un arco gris en la superficie.

El yerno le hablaba al suegro, demostrando que su hija había elegido bien a su pareja, a un tipo resuelto y
capaz de mantener a una familia.

Mi bicicleta exhibiendo su desnudez triconificada, con los brazos de carbono, apoyada para recobrar el aliento.

La camarera se apoyó en la barra y siguió volando de mesa en mesa.

Apurando el cáliz con agua mineral, sangre de la montaña, y las aceitunas, verdes y llenas de esperanza.